Amor hereditario

por Antonio Mérida Ordás

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“Rebeca esperaba el amor a las cuatro de la tarde bordando junto a la ventana”.

Cien años de soledad, Gabriel García Márquez

Supongo que hay en todo gesto heredado cierta nostalgia. Como cuando uno cruza las piernas tan a su manera que ni le encajan las rodillas, se aparta el pelo en golpes secos siempre hacia el mismo lado, o se sorprende al verse sujetando el cigarrillo con las dos manos. Nada es original ni inventado, solo un reflejo sutil y práctico de lo que fuimos durante los últimos mil años.

El otro día en clase de interpretación la profesora mandó a tres alumnos que me siguiesen y me escuchasen para después adoptar mis gestos y mi voz y así tratar de imitarme. El resultado fue asombroso, tanto que me invadió la envidia al ver lo bien que hacían (incluso mejor que yo) mis propios gestos. Manías en forma de movimiento, tics ligeros que uno lleva como para andar por casa. E imaginé así a algún antepasado bien lejano frotándose las manos con rareza cuando hablaba o girando su tobillo sobre la punta del pie si la conversación le sonrojaba. Aunque me falta contexto, que si me voy tres o cuatro generaciones más allá ya no sé de dónde vengo. Tampoco es algo que me quite el sueño, pero a quién no le gustaría saber si viene de una estirpe de escuderos, navegantes, alguaciles, cocineros, saqueadores, proxenetas, ayudantes de granjeros, señores de la alta nobleza, vagabundos, poetas, curanderos, actores de marionetas… A pesar de terminar así de forma irremediable viéndote condicionado. Como Tennesse Williams, que a los 71 años muere asfixiado al atragantarse con el tapón de una botella de alcohol al intentar beber de ella y la mejor explicación a ese final disparatado es que su padre era un borracho.

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