Casi héroes

Madrid se desvanece

Mira la gente, que cruza calles,

que lleva manos cogidas con manos

y tienta besos con besos.

Es por el frío.

 

Mira esos ojos que miran

y suben aceras y esquivan coches.

Caminan mientras fuman cigarros de mentira.

Piensan en nada.

Persiguen ruido,

como si no pasara el tiempo cuando pasa.

 

Lo dicen todo a una pantalla inerte

llena de vida y la vida es ahora una muñeca rusa.

No necesitan paraguas y es invierno;

el frío ha decidido volverse un complemento.

 

Mira esa gente, a dónde huye.

A quién esperan.

Preguntan nombres de calles cortadas,

buscan los ojos tristes de diciembre.

Qué ruido de farolas, qué luz la de los coches.

¿Dónde queda Madrid cuando hay silencio,

cuando el amor no importa?

 

Ahí fuera, todos desconocidos, caminan por sus vidas

como si lo supieran.

Como si imaginaran que sólo existen ellos

porque nadie les dice que hay alguien que les mira.

La despedida

El avión espera tras la séptima puerta,

un aeropuerto a oscuras

y en la ciudad es de noche.

Él mira las postales que se lleva,

los nombres apuntados,

el idioma aprendido.

 

Sabe que nadie puede reprocharle

seguir cambiando el mapa.

 

Tal vez se sienta solo,

tal vez cansado,

tal vez no desayune cada tarde

mirando el mismo mar

ni sepa pronunciar el nombre

del pueblo en el que viva.

 

Pero esa es su elección:

separarse, huir de alguien.

Tiene que ser así.

 

Lanzarse,

sentir en la garganta indicios de la guerra

y en los dos ojos

ni lágrimas ni llanto ni delirio,

sólo el gesto infinito de la nada.

Muerde y besa

Ellos se entrematan solos.

Max Aub

Hay varios tipos de in crescendo que empiezan en estropicio, en nada, y con un arreglo simple terminan en una ovación de aplausos. Uno de los mejores que recuerdo es cuando, en Los detectives salvajes de Bolaño, Arturo Belano tiene un gatillazo de esos de campeonato, y entonces la chica tumbada a su lado empieza a redirigir la conversación, y así, poco a poco, van repasando los títulos por género del Marqués de Sade que han leído. Sin reparar en lo sexual, ajenos a todo, abrazados entre sí en un cuarto de humo, piel, literatura. Entonces ella le sugiere mientras charlan, en plena noche, que comience a darle pequeños azotes en el trasero, Tac, Tac, que irán creciendo a medida que avanza la conversación, Tac, Tac, Tac, hasta terminar en una excitación mutua que de forma irremediable los arrastra a terminar haciendo el amor mientras los primeros rayos de sol se cuelan por la ventana. (…) Sigue en Frontera D

 

Usted pintará el vino, el amor, las mujeres

La tarde nos empuja a ciertos bares.

Gil de Biedma.

 

 

Con un café ardiendo en una mano y una bolsa con tres porras en la otra espero delante de un semáforo. Hace un día helado de los que parten en cuatro las pestañas y me he olvidado la bufanda y el abrigo en casa. Creo que nunca, hasta hoy, me había olvidado el abrigo en casa. Y es un declive notable, no cabe duda; una señal muy obvia de que el año ya va cuesta abajo, y estamos a día 5 de enero, aún es temprano. Una lástima. Pero como no queda más remedio que agarrarse a las circunstancias, me agarro al café caliente como si fuera el mañana, y entonces un señor de ojos caídos, pelo escaso y dientes amarillos, se para junto a mí y me mira de arriba abajo.

 

—Buenos días –me dice mientras el semáforo sigue en un rojo brillante (para los peatones, que los coches llevan ya siete minutos silbando)–. Eso le salva a uno la vida–sugiere mientras apunta hacia el café.

 

Asiento con la mirada torpemente ante una afirmación tan severa y me refugio en la punta de mis zapatos agachando la cabeza. Pienso en que estas cosas, aún siendo las 8:15 de la mañana, sí que le empujan a uno a los bares. Pero qué sé yo. El tipo, de unos 60 años, que viste un traje gris que se asoma por debajo de un abrigo gordo y largo, insiste con una broma de bolsillo que le río, por cordialidad, digamos, y al ojearle con discreción no puedo remediar sentir envidia por ese abrigo que parece la solución a todas las cosas malas del mundo.

 

Se parece un poco este abrigo, o al menos me recuerda, al sofá que hay en el salón de mi casa. Es un sofá azul, viejo, compuesto por dos piezas que se unen formando medio círculo que se vuelca alrededor de la tele, en medio del salón, bajo la luz de un par de cuadros y tres librerías empotradas. El sofá tiene más años que yo, dos más, creo, y lo compraron mis padres después de que se utilizase para rodar un anuncio, sentándose en él Marlon Brando. El otro día llegó mi padre a casa diciendo que lo iba a cambiar por un sofá nuevo que le regalaban, y de inmediato se le notificó que aquella posibilidad ni se barajara. No por lo de Marlon Brando, que, aunque le da un no sé qué cosa especial, tampoco hay que ponerse en plan mitómanos. El asunto es que es un sofá al que cualquiera se rinde sin titubeos, acogedor, de los que manejan sensaciones positivas entre los dedos. Uno de los mejores momentos del día se reduce a (…) Sigue en Frontera D

 

Elecciones generales, una canción de amor

Largo fue el verano

Rilke

Tengo 23 años, el pelo ondulado, y aún no sé por quién votar. Lo cual es triste, bien mirado. Me cuesta imaginarme a saltos celebrando una victoria. Y yo, que hoy visto un viejo abrigo heredado, de cuero y tres cuartos, pienso en los tres hombres y el cuarto mientras camino despacio de la estación de tren al trabajo. Ocho y media de la mañana, a menos dos grados, me cago en la puta, los coches pasan a mi lado, un viento helado me perfora el cogote y silbo una canción de amor.

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James Dean, el mito en un instante

 

Llovía sobre Nueva York, un día gris, un día cualquiera, y en Times Square un muchacho de ojos claros, con el cuello de su gabardina en alto, las manos refugiadas en los bolsillos y un cigarro entre los labios, caminaba tensando los hombros mientras la cámara de su amigo se apropiaba de ese instante. Un instante que saldría publicado en la revista LIFE seis meses antes de que James Dean se matase en un accidente de coche el 30 de septiembre de 1955. Tenía 24 años. (…) Completo en EGO revista

Sentado en los bares, miro pasar a las chicas

“No conviene pensar. Hay que tratar de que todo se deslice imperceptiblemente”.

Los diarios de Enzo Reni, Ricardo Piglia

Al llegar a casa, cada tarde, de forma irremediable me quedo dormido. Me siento uno de aquellos que padecen narcolepsia, como un amigo que en los momentos menos afortunados se dejaba llevar por un sueño incontrolable. Tomando unas copas en un bar, por ejemplo, al notar su silencio acentuado le sorprendíamos acurrucado en el banco, rindiéndose a la faceta más tranquila de la noche. Lo curioso es que esto le ocurría sin motivo aparente, sin acumular cansancio. Así en mi caso puedo agarrarme a una explicación más o menos lógica, como la que nos dio otro amigo hace unos viernes al dormirse en medio de la sala Pacha: “El puto trabajo…” Y no es por el trabajo en sí, que no voy cargando piedras ni mucho menos, si no por el hecho de madrugar, de enfrentarme al día antes de tiempo, lo cual debería considerarse toda una temeridad. ¿Qué prisa hay?, me pregunto, si esto no va a ningún lado. Entonces las horas se me acumulan pesadas en los hombros, y después de la comida me convierto en un muchacho de ojos caídos y de pies cansados. Es ponerme una película en posición tumbado y se me escapa la vida; cuando quiero darme cuenta la realidad, la ficción y mis propios sueños se me están entremezclando. El otro día viendo una película con la chica que me gusta, aquella muchacha de ojos claros, a medida que iban pasando los minutos yo la iba abandonando, y ella me sorprendía dando pequeñas cabezadas que yo intentaba esconder con disimulo. Me despertaba cada quince minutos, la miraba de reojo y entonces, procurando que creyese que andaba prestando atención a su lado, soltaba alguna frase ingeniosa sobre el primer personaje que pasase por pantalla. Ella se giraba y me miraba con cara de «llevo viéndote dormir 20 minutos», así que, sin más dilaciones, tiraba la toalla y me rendía de nuevo a un sueño ingobernable y placentero.

Así ando, que cuanto más madrugue, aunque trabaje, más torpe y distanciado me siento cada tarde, tan lejos de la vida. Lo cual tiene cierto encanto, supongo, y ahora dudo si decantarme por perseguir trabajos a jornada completa para los próximos años o desabrocharme los vaqueros y convertir mi jornada completa en una calma constante, convertir para siempre mis días en los que se le echaban encima al escritor argentino Ricardo Piglia:

“Día vacío, inútil. No hice nada. Como si no hubiera llegado el momento de trabajar. Sentado en los bares, miro pasar a las chicas”.

Supongo que será la mejor de mis opciones. A cada siesta que me asalta lo voy teniendo más claro. También podría irme así a escribir poemas a la barra de los bares, como un joven García Madero que trata de encontrarse. Pero todo, en definitiva, es cuestión de que le arrastre a uno la novedad de sus costumbres. Y ayer leyendo a Piglia le descubrí dejándose arrastrar, orientándose la vida de la misma forma que veníamos haciendo la chica de ojos claros y yo, descartando cualquier riesgo cediendo decisiones al azar de una moneda al aire. (…) Más en Frontera D

Al borde de la noche

 

La noche es la noche,

comienza con la mañana,

me tiende junto a ti.

Paul Celan

 

 

Te asomarás a la ventana y fumarás mirando al patio, la imaginarás desnuda en aquel cuarto. Entonces pensarás en el olor a café, a amanecer, a ella, pensarás en que podría caerse el cielo o bien romperse el segundero en aquel preciso instante. Tirarás la colilla y te darás la vuelta asombrado, como en el verso de Alberti, que cuando lo abrazó la mujer se asombró el gallo, y rozará su piel tu piel y así sabrás, con la seguridad con que un profeta anuncia que dos y dos son cuatro, que todo lo demás es secundario.

 

Es cierto que a veces un día de octubre es tan solo otro apartado en la cartilla de otoño, un día cualquiera, y que, a pesar de sus colores y su gusto a calcetines largos, no dice nada. Y, sin embargo, en ese punto es donde empieza a ocurrir algo.

 

Pongamos además, por ejemplo, que este día de octubre del que hablamos cae en viernes, un viernes cualquiera. Un viernes cualquiera de hace un año. Entonces ya puedes remangarte los vaqueros y dejarte la barba decidida, ponte una camisa de colores extraños y dos golpes de alguna fragancia irlandesa. Es viernes de octubre y sales de juerga, como la mayoría de los viernes cualquiera, como cualquier día de cualquier mes que caiga en viernes. Como un finde cualquiera. Bebes ron mezclado con coca cola y un par de hielos ruborizados y el humo de un cigarro te silba las orejas. Hablas con amigas y amigos, y te preguntan por la chica mayor con la que tuviste un affaire hace un par de semanas y tú respondes tímido y no recuerdas ni su nombre, ni si quiera te importaba, si en asuntos de sentirte conquistado eres novato y nunca has mirado con amor la misma falda dos semanas.

 

Tres amigos y tú os subís a un taxi rumbo a un garito mediocre al que tú no querías ir, del cual siempre decíais que allí no se puede conocer a nadie que valga la pena, y aunque vas sin intenciones de conocer a nadie el asunto se te complica a los pocos minutos porque te fijas en alguien, y ese alguien es una chica de piel clara y pelo oscuro edulcorado, que viste unos vaqueros y una camiseta negra ajustada, que baila pegada a la barra y avanza por el borde de su copa con una serenidad pasmosa. Y tú te acercas y saludas. Ella te mira divertida, como una Anna Karina de Godard, que te imita, sonríe, se pone seria, te pregunta por qué la estás mirando así; y entonces se da la vuelta y tú, con el gesto torcido, la ves alejarse pensando en que la noche ya se te ha escurrido.

 

Así que poco después vuelves a acercarte, y ahora consigues que te escuche y que te diga un par de cosas aunque no entiendes bien su nombre, pero esta vez sí te interesa. Te dice que va al baño y nunca vuelve, así que no hay más historia, salvo porque cuando estás a punto de marcharte por la puerta te la encuentras sentada junto al ropero revolviendo dentro de su bolso y no tienes más remedio que acercarte una vez más y decirle una cosa que ni siquiera tú entiendes ni recuerdas, y entonces como por una de esas razones por las que cae por el canto una moneda te está agarrando la mano y te acompaña a la columna que hay frente a la pista de baile, donde te besa, o la besas, y después de tomar un chupito de los que revuelve el alma os salís fuera.

 

En la calle, entre dos coches esquinados te pedirá mientras mea que esperes dado la vuelta y que si puedes cantar algo, así que sorprendido tararearás tres estrofas de Fito Cabrales y ella conocerá la letra y te acompañará. Un taxi parará y subirán ella, dos amigas y un muchacho, así que desde fuera verás como la chica de ojos claros se te escapa, y en el momento en que el taxi arranque, cuando ya des por olvidado su nombre, ella abrirá la puerta de su lado, te agarrará y te subirá entre sus piernas, y el taxista mirará hacia atrás con gesto de no aprobarlo. Vosotros echaréis la mirada a un lado escondiendo las sonrisas, y entonces el coche arrancará y supondréis que lo ha ignorado.

 

Al llegar al barrio donde vive os tocará llevar entre los dos a una amiga suya que lucha por no desmayarse, y entonces ella te preguntará si no tienes nada mejor que hacer, y te lo preguntará varias veces, y tú mirarás el reloj y verás que son las 7 de la mañana y pensarás que desde luego no tienes ninguna prisa. Todo el tiempo del mundo, si estará amaneciendo y será otoño. Ni si quiera llevas reloj. Acostaréis a la amiga en la cama y ella se pondrá el pijama y te llevará a la cocina, donde escucharéis música mientras fumáis en la ventana, te ofrecerá una cerveza con limón que es la última existencia en su nevera y se cocinará una especie de emparedado de pinta más que dudosa. Después de 15 minutos te mirará pensando qué carajos harás tú en su cocina, ella terminará su plato mientras te habla y tú, sin hambre, fumarás sentado y la mirarás, los dos algo borrachos, aturdidos, entonces os daréis cuenta de que estáis sonrojando las mejillas preguntándoos qué coño hacéis ya con el sol saliendo en una cocina de suelo blanco abrazados a un desconocido bailando despacio una canción de los Red Hot. Así que te separarás, reflexionarás, reflexionarás desde la distancia, como quien reflexiona después de un naufragio murmurando que allí no ha pasado nada, y entonces te acercarás en plan aventurero, decidido, lanzando el sombrero por la ventana si lo tuvieras, dispuesto a rodar por aquel suelo grasiento como si el mundo no acabara, rodearás con tus brazos su cintura mientras su espalda se arquea y, con la serenidad de quien sigue tocando mientras se hunde el barco, la besarás. Y seguirá sonando una canción y seguirá el gas encendido mientras la besas.

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Yes, yes

“Miro los helados que se venden en las esquinas, las flores populares de papel, las vitrinas, en busca de cosas nuevas, de las pequeñas cosas que hacen grande la vida”.

Confieso que he vivido, Pablo Neruda

Hay dos cosas que no soporto de la lluvia, y esto lo saco con ocasión del otoño porque últimamente brindamos poco, y son las siguientes: el hecho de que llueva (salvo que esté encerrado en una habitación con la chica que me gusta, que entonces supongo que el mundo se puede ir al carajo) y salir corriendo.

Alzar los hombros y correr a refugiarme se ha convertido con el tiempo en una de esas cosas que me sobrepasa, que va más allá de lo que cualquiera haría a no ser que se vea cargando una delicada copia impresa de su primera novela, pero de no ser así no queda más remedio que abrir los brazos y mojarse. Porque cada vez que me encuentro corriendo buscando refugio en un portal termino maldiciendo; recordando disgustado que llegados a ese punto será mejor seguir silbando con agua hasta en los bolsillos. Caminar con las cejas levantadas notando las gotas recorriendo con sensacionalismo el pescuezo mientras el cielo se cae a pedazos todo por culpa de una mala gestión de Roberto Brasero, supongo. (…) Artículo completo en Frontera D

La casa de al lado

¡Qué admirable!,

quien no piensa, “La vida es fugaz”,

cuando ve el destello de un

relámpago.

Matsuo Bashō 

A veces en la vida hay situaciones que con el paso de los años se terminan persiguiendo la cola a sí mismas, como si escribir un destino capicúa fuese un gesto tímido de flirteo a la rutina. En la casa que choca pared con pared con la mía vive una pareja de ancianos, un matrimonio que vio partir a sus muchachos y ahora acoge los domingos con sonrisas y caramelos a sus nietos. Cuando nosotros nos mudamos a esta casa (yo tendría unos 7 años) ellos nos recibieron con una hospitalidad pasmosa, tanta como la que pueda apreciar un chaval de esas edades regocijándose en los regalos que le hacían. Sus hijos aún vivían bajo el mismo techo pero eran ya mayores, así que la ternura de la infancia la proporcionábamos nosotros, hasta el punto de que los regalos no cesaron y un buen día a mi hermano pequeño le regalaron una guitarra española que llevaba estampada una pegatina de un reno amarillo.

La historia siguió su curso sin salirse demasiado del camino, sin altercados, mi hermano siguió tocando la guitarra cada vez más y mejor, formó un grupo, y ensayaba en solitario cada tarde sentado en el extremo de su cama tocando frente a la ventana. Fuera llovía, o nevaba, o las hojas de los árboles marchitas se caían…, mi hermano anclaba la guitarra entre su brazo y su rodilla cada tarde y ensayaba.

Con el paso del tiempo la pareja de la casa de al lado se compró un coche mejor, se les murió el perro, pasaron de ser (…) Artículo completo en Frontera D